LA MUJER FUERTE, ¿QUIÉN LA HALLARÁ?
Se cuenta que santa Teresa, que oraba “como quien trata de amistad con el Señor”, se atrevió a pedirle cuentas por un supuesto maltrato, permitiendo enfermedades, problemas, sequedad de espíritu etc. Jesús le contestó: “Así trato yo a mis amigos”. Teresa le replicó: “¡Ah Señor, por eso tienes tan pocos!”.
Estamos recordando y a punto de celebrar la extraordinaria revelación que Santa Luisa de Marillac recibía del Señor el día de Pentecostés de 1623.
Hasta entonces, la dureza de la cruz experimentada en su infancia, juventud y vida matrimonial, parecían socavar su salud mental y física. Las dudas de fe, alimentadas por una corriente espiritual rigorista, la ponían al borde de negar la existencia de Dios. Era su noche oscura… a la espera de los momentos de Dios.
La fuerza arrolladora del Espíritu Santo, se hizo Luz Pascual, disipando tinieblas y penumbras. Momentos únicos donde le eran diseñados con claridad, los caminos a seguir y cuál sería su misión en la iglesia. Eso sí, habría de estar en “Éfeta permanente”, abriendo puertas, yendo y viniendo, bien acompañada, aunque sin salir de su morada interior donde se “trata de amistad con Dios”.
Al igual que les pasó a los Apóstoles, iluminados con la luz de Pentecostés, Luisa de Marillac se transforma en “la mujer fuerte” de los Proverbios. Ya no es la mujer encogida sin apenas autoestima para afrontar los retos de la vida. Ahora es Luisa de Marillac, capaz de aceptar la dirección espiritual de un Vicente de Paül que, a primera vista… no le parecía el más adecuado. Pronto entendió que aquel aldeano, un tanto rudo, tenía un corazón capaz de amar al estilo de Jesús de Nazaret y con el cual se podría negociar los asuntos que el mismo Espíritu Santo le había revelado años antes en la iglesia de San Nicolás de los Campos.
La ingente obra que ambos emprenden en París con doce muchachas aldeanas, solo era inteligible desde la osadía del Evangelio. La Iglesia, entrelazada con los poderes públicos, apenas entendía el atrevimiento de salir a la calle y hermanarse con el sufrimiento de hombres, mujeres y niños qué, como decía San Vicente, “apenas tenían rostro humano”.
Luisa de Marillac, ya no tuvo tiempo para contabilizar sus defectos y sus dudas, derivados de escrúpulos sin consistencia; era la hora de Dios para observar realidades, planificar acciones y “salir corriendo, a servir a los pobres, como quien va a apagar un incendio”.
Basta recorrer su ingente correspondencia con San Vicente y con las Hermanas que prestaban su servicio por toda la geografía francesa, para calibrar la fuerza que Dios puso en ella a partir de su fragilidad humana.
Se intenta, con este pequeño resumen, traer a la memoria a una “amiga de Dios” que hace 400 años pudo, por fin, sentir el abrazo del amigo que, aunque no lo parezca, nunca falla. E